ASTILLA

viernes, 10 junio 2016

Miguel Ángel Curiel

Calambur, 2015, 82 pp.

Lo habíamos dicho alguna vez de Miguel Ángel Curiel. Ahora lo reiteramos con motivo de Astillas (2015) y su tristear sin variaciones, particularizado y reflejado en un haz o caz desbordado de heridas. Las de un quietista, sin Allen Ginsberg o Walt Whitman, exterioridad, desbordamiento de palabras, locuacidad. Curiel es lacónico, puro intimismo del pliegue, el repliegue, la retaguardia. Su capazo obsesivo de desánimos viene repleto de la palabra derrota y el sustantivo intimismo. Rebosa, si prefieren, de fragmentación y disolución (astillas nos dice, como Juan Andrés García Román, entre cavilaciones de otro orden, más valentianas, sin mimetismos, sin tanta abstracción y más declaración de impotencia). Curiel trae en el fondo una evolución ajena a la poesía esencial de corte lanzarotista o pasada por Sánchez Robayna, de su pesadumbre y evaporización, en su recuperación de un fin de siglo que le impregna (o de una parte del mismo, esencial, enmismimada y talentosa, propiciadora, siempre sin el otro, que no tiene por qué ser en el poema siempre, según se demuestra… ácima, con vocación de vacío). Un precipicio o coqueteo con la nada que han hecho de esa herencia en él un Robert Walser frente a la elegancia evanescente de Wallace Stevens y su arquitectura del vacío delicuescente. No, no esperen al americano, ni las acumulaciones de Román o del último Mestre sobre tropos de comienzos de siglo, sino astillas de palabras rezadas o susurradas, al hilo de la vida, dentro. Pura Ya se sabe, si grazna como un pato, nada como un pato y vuela como un pato, es un pato.

Esta moderna poesía barroca, desnuda pero barroca en su desoropel pesimista, sufre la vida como pesadilla no calderoniana sino impotente, incapaz del sueño de la vida (o del dolor a la alegría, junto a Bethoven y el José Hierro de a la alegría por el dolor (de Alegría), pues viene herida de muerte en su walserianismo. Poco gozo trae el desánimo introvertido como en pocos de Miguel Ángel Curiel, tal y como habíamos dicho de Trabajos de purificación al hilo de sus versos: la única alegría la da el vino, o esas cucharadas de vino, instantes de lucidez, visiones breves. Aquellos trabajos de purificación instituían el reconocimiento de la propia identidad en quien ha mermado. A quien el traje de la vida le queda grande, y grotesco en el desencanto. El hombre no sobrevivirá decía, escupe su oprimente silencio (el hombre), convertido en saliva. Esa es la atmósfera de quien ve la poesía como una (su) salvación, cucharadas de vino, o unas pocas palabras que con vergüenza van abriéndose camino, rozando la tierra. Astillas no trocará esa trayectoria.

En efecto, el silabeo entrecortado de su verso obsesivo, de los infelices, y de quienes tienen pulsión de muerte, solo si hubiera muerto de frío sería feliz, generan esas palabras rotas (astillo las palabras), cuando no hay nada que cantar en su poética desolada, sino esa pulsión catabática del desánimo. Nos lo cuenta en un verso corto, personal, libre, suelto, enfermo diríamos, agónico y funámbulo, desvitalizado y absorto, pero también, enajenado. Duro en su falta de horizontes, salvo esta identidad del palud, de la podredumbre de ser sin horizonte, en quien no sabe sortear(se) para cantar o celebrar, tomar impulso para hacer fuera de la poesía reconcentrada en el fracaso. El prestigio del desánimo ha creado un tono en la posmodernidad y Curiel, hijo de esa atmósfera gravitante, pesada, se ausculta y autorremite en sus evidencias y resistencias ad libitum. Su palabra se deletrea con parsimonia en el vacío dolorosamente entre vagabundeos de baudaud, no del flâneur en su ocio elegante y atento, donde quiere ver y ser visto…sino del atormentado que no sabe dónde ir y trannsita en círculo. Tal vez su poesía busque en ello resistencia (agónica), pues apenas puede este exiliado verso y el mundo, por trochas solitarias y soledades, en vez de aproximarse al otro. Algo dijo Luis García Montero al respecto (con mucha razón). Siempre reiterado, en exceso tal vez, próximo a las corrientes del momento (el proema en ocasiones de Ponge antes que Paz, dixit), llega este poemario de quien ha revuelto demasiado dentro sin riesgo, sin el valor de arriesgar por no sufrir el terror de ser vencido, de perder, dijeron Fernando Pessoa y Bernardo Soares al unísono. El wallserianismo era esto y Miguel Ángel Curiel, un poeta que puede así llamarse sin mentira, lo ha sabido decir en este magnífico otoño vital, bien representado (no solo) por el estupendo Octubre. O tantos otros donde el paso se hace temblor, se aurorremite y no sabe decirse sino bajo ese mantra del dolor reiterado, cogido por unas palabras y unos paseos heridos de un mistérico repliegue. De un adelgazamiento del decir y el pensar en el horizonte de un yo prisionero de sí como único horizonte, atado al mástil de un tristeo unívoco.

En efecto lo habíamos dicho y vuelve a valer. Estamos ante uno de los mejores libros del año, como broche del mismo. No ha cambiado paradójicamente, o tal vez no, la perspectiva de Migue Ángel Curiel: el tono permanece, aunque la desnudez se ha hecho más clara y narrativa, sin discurso, en los poemas en prosa. Con todo el paseante solitario continúa siendo un solitario anónimo desesperanzado, la naturaleza sigue presente sin amabilidad… pero trae una unidad de sentido y sentimiento del desvalimiento en sus variaciones, reflexiones y memoria, que le hacen un poemario completamente distinto. La inteligibilidad y la fortaleza de la herida sabiamente leídas, junto a una sencilla manera de explicar cuanto antes era irresuelto hermetismo, se ha hecho sabia madurez e impuesto la elaboración adensada. Así se nos acerca minuciosamente y se cuenta desde un abanico de circunstancias desde el ayer al hoy, en los Días cortantes/ tardes abúlicas de quien crea una atmósfera dura: Solo si hubiera muerta de frío sería feliz y busca decirlo en esa modernidad pongiana (de Francis Ponge y relectores poetas españoles) de las cursivas como distanciamiento, frente al personaje. En definitiva, la verosimilitud ha perfilado su fórmula de decir, de ese saber decir así, en cursiva, desde Antonio Méndez Rubio, Vicente Valero y Jordi Doce por citar a la carrera. También su verosimilitud obsesiva, reiterada en el campo léxico de la tristeza y el desánimo sobre el desencanto…o su fraternidad con el homenajeado espejo donde se refleja Robert Walser, como espejo del sumergido, o azogue de cuantos caminan bajo el agua. O de ese mundo inestable asido a la nada, donde los demasiado ateridos por su sensibilidad, se contemplan heridos o conmocionados, hechos astillas, o palabras como última resistencia en el sinsentido o impotencia.

Rafael Morales Barba

Universidad Autónoma de Madrid

Volver

Comentarios

No existen comentarios para la entrada.